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Para Carlota

Cuando digo «se me acabo el amor»
no es cierto,
sólo miento.
El amor no se acaba
se repliega
abandona la esperanza
se reseca
se resquebraja
no se acaba.
El amor ha de ensuciarse,
perder su brillo,
enraizarse en un destino.
Sólo cuando deja de deslumbrarnos,
puede encontrar su sentido.
En el origen es el olvido.
Nace arrogante
despierta con el perfil inmenso
tan amoral y sobrado
satisfecho
autosuficiente
se regodea fascinado
de su esencia sobrenatural
de su poder sobrehumano.
¡Claro que puede con todo!
¿Quién le convence de lo contrario?
Se alumbra crecido
como genio liberado
de esa lámpara mágica
que porta nuestro corazón,
preciso e ingenuo,
dedicado siempre a latir,
a oxigenar el organismo,
mientras nunca deja de sorprenderse
cómo fueron convocadas
tantas estrellas
cómo se despliegan
nuevos infiernos
que aguardan mansos
contemplando compasivos
el vuelo de Ícaro,
eterno y renovado.
El amor es blanco fácil de sí mismo.
Aunque se empeña
en hacernos implacables
divinos
ignorantes de los más mínimos principios
de la gravedad
de la entropía
del equilibrio
sólo al estrellarse en su fragilidad desangrándose avergonzado
permitirá que le retiremos las vendas
que nos cegaban incautos.
Es el amor y no Psiqué
quién ha de yacer
para apiadarnos
de nosotros mismos.
Largo periplo nos aguarda
al ser, por el amor, raptados
y no queremos,
nos resistimos a recordar
que esta vez
como todas las veces
habremos de rescatarnos
liberando al amor
de su propia cruzada.
Habremos de tomarlo
suavemente de la mano
con firmeza delicada
con paciencia legendaria
para regresar
a Tierra Santa de lo Humano.
Si sucede,
más allá de la voluntad
y las certezas,
sorteado el cinismo
desmomificadas las heridas,
ese peregrinaje
que un día fue aciago,
el amor comienza a caber
en nuestra piel,
en nuestro regazo,
en nuestra mirada,
y nos asume por fin
cercanos,
propios,
amables,
amorosos,
dignos de su abrazo.
Al amanecer
nos había resuelto ajenos,
apartándonos
sin miramientos
cuando siempre fuimos
inherentes
a su vuelo,
a su caída,
a su bálsamo,
a su herida,
a su canto,
a su condena,
a su rendición
a su morada.
Nada envejece
más tierno,
deslucidamente humilde,
inconmesurable,
reducido,
zurcido y dorado,
que nuestro amor,
ya desangelado,
océano profundo,
tan adentro desplegado,
recóndito,
quiasma trémulo,
innombrablemente entregado.
Ese día,
antes no pudo,
se desvela
habitante y soberano
de nuestro íntimo infinito.
Por suerte, el amor nunca aprende.
Yo sólo sé que no se acaba.
María Colodrón, mayo de 2020